La vida sin Covid-19 | Alberto Astorga
La vida sin Covid-19
ALBERTO ASTORGA
Si no hablamos de coronavirus o del Covid-19, no estamos en el mundo. No ya en España, sino en el mundo, porque desgraciadamente el virus se ha ido extendiendo por esta aldea global tan enorme y tan pequeña. Aquella extraña enfermedad que hace unos meses solo sucedía en la distante China, aquello tan sorprendente porque no entendíamos que por un virus se pudiera aislar a toda una ciudad, a todo un país, y confinar a los vecinos en sus casas, ya está aquí, con nosotros. Nos ha sorprendido en su rapidez de propagación y, sobre todo, por los devastadores y dramáticos efectos.
Los comentaristas, tertulianos, presentadores de los programas televisivos nos decían que era poco mas o menos como una gripe y que con la gripe moría mucha gente sin que lo supiéramos. Nos animaban a acudir a eventos y no temer a abrazar o besar. No había miedo.
Ha llegado el virus y nos hemos empezado a dar cuenta de que la gente enferma y muere, que nuestros mayores están en peligro, que debemos evitar el contacto personas, que debemos seguir unas rigurosos normas de higiene y que debemos quedarnos en casa para evitar todo contacto con los demás. Hemos llegado a ver con dramática normalidad que nos canten diariamente el número de fallecidos como se de un parte de guerra se tratara.
El virus nos ha convertido a todos en médicos, en expertos conocedores de cómo contagiarse y de cómo protegerse. Quién nos iba a decir que con escuchar las noticias, tertulias, expertos y ruedas de prensa en la televisión podías convalidar los estudios de medicina y valorar no ya la sintomatología del vecino, sino de cuestionar si lo que se está haciendo es correcto o no
Pese a lo que se nos decía, nos hemos empezado a dar cuenta de que la gente enferma y muere, que nuestros mayores están en peligro, que debemos evitar el contacto con otras personas"
Presumo, no se si será por mi natural buena fe, que quien tiene que tomar decisiones, lo hace una vez que ha valorado todas las opciones, se ha asesorado por personas que conocen los asuntos, ha visto todas alternativas, ponderado consecuencias y, al final, ha tomado una decisión en el convencimiento de que es la decisión correcta.
¿Se ha podido equivocar alguien? Por supuesto que sí. ¿Quién no se equivoca alguna vez en su vida? ¿Quién con su mejor intención y con toda la información sobre la mesa, no se ha equivocado porque lo que era difícil que pasara, pasó? Somos personas, no somos infalibles. No somos infalibles ninguno, ni ahora, ni en cualquier otra circunstancia en la vida. Y esa debe ser una creencia para no erigirnos en jueces de nada ni de nadie, y mucho menos llamar al linchamiento colectivo.
Otra cosa muy distintas es que, si se ha tenido información, si se analizaron los precedentes sanitarios en otros países, si se es medianamente prudente, haber tomado decisiones mucho antes. Se le llama prever. Esperar lo inesperado. Cuidarse en salud.
Indudablemente, estoy seguro de que se podía haber hecho mejor. Pero esa seguridad también me dice que, de no haber sucedido nada, también se hubiera criticado el alarmismo o la desconfianza en nuestro sistema de salud. Ya he dicho que doctores somos todos.
Pero, así las cosas, permanecemos confinados en nuestras casas. Lejos está una sociedad y unas costumbres que con toda seguridad cambiarán de inmediato.
Socialmente, se han creado muros entre las personas, en su trato diario, en su contacto físico, en la confianza de unos hacia otros. Se han separado familias, que solo pueden saber unos de otros por teléfono o video llamadas. Se han dejado aparcados a nuestros mayores, bien en su casa o en residencias, donde confiamos en el buen hacer de los profesionales que les acompañan, por los vecinos solidarios o por sus cuidadores. Nuestra vida social se ha vuelta tensa, diferente.
Sanitariamente asistimos al espectáculo diario de ver hospitales colapsados, con profesionales con escasos medios de protección, con un número de camas y de dotaciones insuficientes para el número de contagiados que crece día a día.
En Italia, las morgues ya están saturadas y han dejado de prestarse entierros tradicionales. España sigue el mismo camino.
En los aspectos económicos, las empresas se encuentran bajo mínimos o en cero absoluto, paralizadas por un estado de alarma que ha congelado prácticamente toda actividad productiva. Las regulaciones temporales de empleo son constantes. La producción ha caído, el consumo también, la creación de riqueza ha frenado en seco, el gasto público se ha disparado pretendiendo gastar para combatir la enfermedad y paliar también los situaciones económicas que se están generando: adquirir medios sanitarios en un mercado internacional donde todos los gobiernos buscan lo mismo, habilitar espacios de atención, compensar a empresas, a trabajadores y a autónomos.
Después de esto, la vida seguirá, pero algo habrá cambiado. No será igual, porque la confianza, el valor más preciado que tenemos las personas, se habrá quebrado y tardará en recomponerse.
Debemos reinventarnos, aprovechar las oportunidades, cambiar hábitos y costumbres. Nos hemos vuelto desconfiados. Desconfiamos del vecino, del que está detrás en la fila del supermercado, del que toquetea la fruta, del dinero que nos devuelven, del picaporte de la puerta, del teclado del cajero, de la tos de compañero y del beso y abrazo de la familia y amigos.
Quisiera, y deseo con ustedes, que esto pase. Que se encuentre la forma de curarlo y se eviten más muertes. Que esto pase pronto, ya sea porque la casa se me cae encima, porque el teletrabajo me aburre o simplemente porque es primavera y las tardes reclaman paseo.
Alberto Astorga