¡Qué difícil es valorar a los demás! | Alberto Astorga
¡Que difícil es valorar a los demás!
ALBERTO ASTORGA
Cuando nacemos somos todo amor y alegría. Aunque sin haber podido leer todavía a Protágoras en tan tierna infancia, tenemos la seguridad de ser la medida de todas las cosas, de ser el centro del universo que acabamos de inaugurar con nuestra llegada. Todo empieza a girar a nuestro alrededor y todas las atenciones son pocas para acompañar al recién llegado en sus primeros pasos por el mundo. Somos el centro de atención, el nuevo juguete, el dolor de cabeza o el motivo de orgullo de aquellos con quien empezamos a convivir.
Pese a ‘tan celebrado acontecimiento’ del que participan aquellos con los que, más pronto que tarde, tendrá que socializar ese niño que empieza la vida, nunca llega a contar con una personalidad y una valía absoluta por ser él mismo.
Desde nuestras primeras horas en la vida, todo aquello que somos se encuentra siempre ‘relativizado’ por la permanente comparación con los demás, que nos acompañará durante toda nuestra existencia, nos metamos donde nos metamos o hagamos lo que hagamos. Al nacer, sin que nosotros sepamos nada, ‘hemos pesado más o menos que éste o aquel bebé’, ‘nos parecemos más a la familia materna o paterna’, ‘somos tan guapos como la mamá’ o ‘¡menos mal que no se parece al padre!’ -¡qué graciosa!-, ‘es clavadito a su abuelo’ o ‘tiene tus mismos ojos’ -todo ello siempre en exaltación de las cualidades maternas o paternas según hable su suegra o su madre, claro-.
En la guardería o en el colegio te perseguirá la misma cantinela. ‘Lloramos menos que’ otros niños; sacamos ‘mejores notas que‘ tal o cual otro; ‘comemos mejor’ que no recuerdo quien quien; somos ‘más trabajadores que’ ese o aquel; o ‘dibujamos mejor’ que no se sabe quién; ‘no es tan alto como sus compañeros’, pero ‘este sí que en noble’, es ‘el que peor lee de la clase’ o ‘tan patoso como su tía’.
Desde nuestras primeras horas en la vida, todos nuestros logros se encuentran siempre relativizados y comparados con los logros de los demás y esa será la medida que nos da valor"
Ya sea en el deporte, en los estudios, en el trabajo, en el comportamiento mismo, hasta en las mujeres o en los hombres, no hay campo o faceta en el que nuestros resultados sean absolutos, sino relativos y comparados siempre con los de otro u otras personas. Somos, en este sentido, ‘relativos’, nunca ‘absolutos’ por nosotros mismos o nuestras habilidades. Nuestra existencia y nuestro valor no es absoluto por lo que somos, sino que somos una personalidad y tenemos un valor porque hay otras personas con las que compararnos. No somos ‘nosotros‘, somos ‘nosotros en relación a otro’. Estamos en una sociedad en la que se nos compara en términos de mejor-peor, mayor-menor, igual-distinto. Otros -no nosotros- son los que marcan el ‘patrón de medida’ de nuestra valía personal y de nuestra capacidad como personas, como empresarios, como profesionales, como maridos, como padres, como hijos o como lo que queramos en cualquier faceta de nuestra vida.
Somos hijos de una cultura competitiva en la que, desde nuestro nacimiento, nos estamos confrontando con los demás en términos de comparación que, según aumenta nuestra edad, va ganando en importancia y va condicionando en mayor medida nuestra vida personal o profesional.
Somos hijos de una cultura competitiva en la que, desde nuestro nacimiento, nos estamos confrontando con los demás en términos de comparación"
Esto, que en algún momento podría considerarse como una forma de estímulo y de hacernos mejorar en el desempeño de las actividades que acometemos, puede llegar a obstaculizar nuestro desempeño, agotarnos mentalmente y generar en nosotros el innato deseo de prevalecer sobre los demás para demostrar nuestro valor. Inconscientemente queremos pasar de ser comparados o ser el referente, la vara de medir, de la comparación. Queremos empezar a ser la medida de todas las cosas. Quedar encima. Ganar.
La idea de ganar es lo importante, está grabada en nuestro cerebro. Nos da igual aquellos mensajes que nos dicen que ‘lo importante es participar’, ¡pamplinas! No nos vale. Es mentira. Durante toda nuestra existencia hemos comprobado que eso es mentira.
Y esto hace que el progreso y la mejora en nuestra actividad, se reduzca. No pretendemos mejorar ningún récord mundial, porque para ganar el campeonato del mundo, solo tenemos que correr una centésima de segundo más rápido que el otro; saltar un centímetro más o llegar a la meta un instante antes. Nos da igual que lo hayamos hecho mejor o peor que el día anterior con respecto a nosotros mismos, porque el logro se mide siempre en comparación a otros. Y no hace, además, poniendo en funcionamiento la teoría de ‘suma cero’: si yo pierdo es porque otro ha ganado; sin gano es que otro ha perdido.
Esta lucha interminable con los demás se ha instalado en nosotros de tal manera que nos impide valorar los méritos y los logros de los demás. Reconocer su buen hacer, su dedicación, sus habilidades, sus logros, sus resultados. Es más, no es que no los valoremos, sino que, por el contrario, los trivializamos, los hacemos de menos. Y esto se produce por dos razones que están grabadas en el cerebro. Consideramos, primero, que todos son perdedores en relación a nosotros mismos que somos ‘la caña’; segundo, si ellos ganan es porque yo he perdido.
No pretendemos mejorar ningún récord mundial, porque para ganar un campeonato o una medalla de oro, solo tenemos que llegar un instante antes que los demás o saltar un centímetro más que ellos"
Lo que otros han conseguido ‘no es nada’ comparado con aquello que ‘nosotros podemos hacer’, pero, sobre todo, porque no lo consideramos digno de ser mínimamente valorado o tenido en cuenta.
Llevado esto a las organizaciones empresariales, políticas o profesionales, nunca podríamos reconocer la capacidad de mejorar y de ayudar a las personas a que mejoren si no reconocemos los logros que van alcanzando, pues, normalmente, se comportan como estructuras vainitas en donde se encuentra, agazapado, el verdadero enemigo. Un auténtico líder nunca lo será, ni que los demás le sigan, si no es capaz de reconocer en los demás sus logros.
El líder debe tener la capacidad de ayudar a hacer a los demás mejores de lo que son. No pueden ayudar a nadie a mejorar a quien no reconoce en ellos ningún progreso en su desarrollo, si lo trivializa o lo omite.
Los éxitos se construyen poco a poco, dando pasos sólidos y consistentes que nos ayuden a afrontar los siguientes. Es necesario que el líder valore y apuntale la solidez de esos pasos para facilitar el desempeño en los siguientes. Quien no sea capaz de hacerlo y caiga en la trivialización del mérito de los demás, deja muy claro qué tipo de liderazgo realiza. Ninguno.
Creo que he sido muy clarito y no he querido poner ejemplos que ayuden a entender lo que digo y que pongan en evidencia a alguno de los ‘líderes’ (de medio pelo) actuales. ¿Se da alguien por aludido? Por supuesto, no. Lástima. ¿Lo estás meditando ya?
Alberto Astorga