Las emociones en la política | Alberto Astorga
Las emociones en la política
ALBERTO ASTORGA
En las elecciones generales celebradas en 2004 ya asistimos a un fenómeno que no era nuevo y que se mantiene en el tiempo con una importancia digna de tener en cuenta en la actividad política. Me refiero a las emociones. A las emociones en política.
Por aquel entonces, una campaña racionalmente preparada y en marcha, se rompió bruscamente por la aparición en escena de la violencia, del drama individual y colectivo y del dolor. Las emociones que se desataron en la sociedad por los atentados del metro de Madrid, supusieron, pocos días después, un vuelco electoral inesperado. Las emociones vencieron a la racioanalidad y lo haciendo con claridad.
De poco servir ofrecer a los electores los logros económicos concretos y visibles, crecimiento económico, crecimiento del empleo o parámetros macro y microeconómicos positivos. No sirvió para nada. Las emociones fueran la clave.
Cuando la política es solo pasión y emoción, la probabilidad de que la tensión social aparezca y la convivencia democrática quede hecha añicos, es muy elevada"
Si alguna vez pudimos ser definidos como animales racionales, desde el punto de vista electoral, y de la vida en general, podemos ir cambiando la definición por la de ‘animales emocionales’, porque, en definitiva, las elecciones ahora se ganan apelando a las emociones, llegando al corazón de los votantes.
Esto, que ya de por sí es una pobre novedad de la que no hago más que tomar constancia, sirve para darnos cuenta de que el juicio y la opinión política, que acostumbramos a creer que esta basada en argumentos racionales e informados que buscan el interés general, en la práctica no son más que la suma desordenada de prejuicios, inercias, experiencias pasadas, creencias heredadas e imágenes o fotografías mentales que vamos almacenando, con o sin razones, sobre los políticos, la política, los partidos y las instituciones. Un conjunto de circunstancias que van siendo generadas inconscientemente por cada elector.
La actividad política -la política, en sentido amplio- no está dominada ni lo ha estado nunca por la razón. El impulso político se activa fundamentalmente con la emoción. Ambas, razón y emoción, van de la mano, son inseparables para determinar y condicionar el sentido del voto y de la opinión.
Spinoza manifestaba que ‘el solo conocimiento no mueve a la acción humana’, sino que se necesita el afecto y la pasión para ello. Nos movemos por pasiones, por emociones, por lo que sentimos en el corazón o en las entrañas. Por filias o por fobias, por amores o por odios.
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Los sentimientos tienen indudablemente una gran capacidad de impacto en el espacio público que es la política, y lo hace para atender y estar presente en el logro de objetivos comunes. Pero el uso de las emociones no debe nunca distorsionar la racionalidad política. Van de la mano, sí, pero las emociones deber servir para complementarla, matizarla o gestionarla, de forma que con el resultado equilibrado se puedan obtener los mejores resultados para la ciudadanía y para el interés general, sin generar conflictos. Abusar de las emociones supondría pasar de la política con emoción a la política de la emoción. Y no son lo mismo.
En 2007, Jordi Sánchez escribía en la tribuna de El País que «es evidente que cuando la política es solo pasión y emoción, la probabilidad de que la tensión social aparezca y el invento de la convivencia democrática quede hecha añicos es muy elevada. Pero pretender, consciente o inconscientemente, que la política esté despojada de pasión y emoción es poner las bases para un proceso de liquidación social de la política».
Emocionarse y emocionar, esa es la clave. Emocionar a los ciudadanos con propuestas alcanzables, realistas, con objetivos comunes, con desafíos presentes y futuros.
Los actores políticos -políticos, política, partidos e instituciones- deben conectar con el individuo, con sus emociones. Deben ilusionar con sus propuestas a los votantes. Estos quieren soluciones a problemas concretos. Hoy más concretos que nunca. Pero también quieren proyectos de futuro en los que se vean partícipes y protagonistas y no meros espectadores.
Conectar con esas emociones se inicia sabiendo escuchar. Ya sabemos oír, lo hacemos desde siempre; falta saber escuchar. Escuchar con todos los sentidos, siendo consciente de uno mismo y empatizando con el conjunto de electores. El político actual debe conocer esas emociones para poder actuar en consecuencia y, para ello, la comunicación debe ser una constante en su día a día.
Alberto Astorga