La cotorra del pirata | Alberto Astorga
'La cotorra del pirata'
ALBERTO ASTORGA
Todos hemos visto películas de piratas. Algunos incluso -menos, obviamente- hemos leído en edad temprana La Isla del Tesoro, de Robert Louis Stevenson. Fue mi primer libro, como el de muchos jóvenes. Releído muchas veces, aun lo guardo, por todo aquello que significa para mi. Hace poco lo volví a leer, visualizando al mismo tiempo las escenas recordadas de aquella película en la que Wallace Beery interpretaba a John Silver, ‘el Largo’. Una interpretación que condicionó la forma de imaginar a los piratas para toda una generación. A John Silver le faltaba una pierna y usaba una muleta para caminar; llevaba también un loro, al que llamaba, como burla a su antiguo jefe, ‘Capitan Flint’, posado en uno de sus hombros. Era el líder de aquellos bandidos que pretendían hacerse con el tesoro escondido en la lejana isla. Como todo pirata tenía su lugarteniente; como todo líder y político tiene su bufón.
Junto a la pata de palo, el parche en el ojo, la cicatriz y la bandera negra, la cotorra, el loro, o lo que fuera, al hombro del peligroso corsario, era uno de los iconos más famosos de las historias de piratas. Y es que, en realidad, la presencia de estas aves en el imaginario de las novelas de aventura no fueron un capricho de escritores, sino que en verdad era muy habitual verlos en los hombros de aquellos aguerridos y peligrosos lobos de mar. A los piratas del Caribe le gustaban los animales exóticos, con preferencia los loros, porque tenían un plumaje vistoso y colorido, les podían enseñar a hablar y decir alguna frase graciosa; se conseguían a buen precio en los puertos caribeños y ensuciaban menos que los monos o que los perros a bordo de los galeones de la época.
Esa imagen icónica que se nos ha ido apareciendo en las líneas anteriores, me inspira a hablarles de las ‘cotorras’ -ya ni loros-, que se aposentan sobre los hombros de los líderes de muchas organizaciones empresariales y formaciones políticas. Existen líderes que, al igual que los famosos corsarios, se rodean de personajes de su confianza a modo de lugartenientes. Son quienes el propio líder elige -normalmente a su imagen y semejanza- y lo hace por razones dispares que muchas veces son difíciles de comprender para el normal observador, pero que fácilmente tienen que ver con la vistosidad del plumaje su capacidad de articular frases graciosas e hirientes y su económico precio.
A los piratas del Caribe le gustaban los loros, por su plumaje y porque les enseñaban a hablar o decir alguna frase graciosa; se conseguían a buen precio y ensuciaban menos que los monos o los perros"
Pero un líder que quiera alcanzar sus objetivos, lograr el éxito para su organización y ser reconocido como tal, al elegir este ‘estrecho equipo de colaboradores’, no debe hacerlo a la ligera, pues una gran parte de sus aspiraciones y resultados dependerán de cómo se visualiza a quienes lo rodean. Entre los sabios proverbios, hay uno que dice: «Dime con quién andas y te diré quién eres». ¡Qué cierto es!
Cuando tras una intervención, el líder político o empresarial se vuelve a sus huestes y hace la habitual pregunta «¿qué tal he estado?», invariablemente escucha la inmediata respuesta de «muy bien, presidente, muy bien». Y el líder la recibe con complacencia, satisfecho, aunque haya estado flojo o verdaderamente mal. Solo si ambos son ‘tal para cual’ se sustituirá lo de ‘presidente’ por el más molón de ‘presi’. Es la forma de confirmar a los demás bufones aquello de «¿has visto la confianza que tengo con él?». Son parejos.
Es cierto que hay líderes que no aceptan la verdad, que no quieren que se les hable con sinceridad ni que se les diga aquello que no quieren escuchar. Es cierto también que en todos los equipos existen personas que lo ven todo mal y no por ellos son los más sinceros, aunque así lo crean. Pero para el líder del que hablo y que tengo en la mente mientras esto escribo, es mejor refugiarse en el confort de oír lo que le agrada que incomodarse aplicando la escucha, pararse a mirar a su alrededor y leer en los demás aquello que no le dicen expresamente. De ahí la importancia de la escucha.
Son líderes que no se dan cuenta, o que por su enorme arrogancia no quieren ver, que todos cometemos errores y que, buena parte de esos errores que cometemos en nuestra actividad profesional o personal, no los corregimos precisamente porque no sabemos que los cometemos. Quizás porque ‘no nos percatemos de ellos’ o, quizás, las más de las veces, ‘porque es el propio equipo, el entorno más cercano, el que no permite verlos, el que los encubre e interpreta con la descripción que más interesa o quien unta para hacerlos más gestionables‘. Ese es el gran daño que puede hacer esa cotorra.
Es 'el propio equipo' el que no permite que el líder sea consciente de sus errores, el que los encubre e interpreta como más interese o quien unta vaselina para hacerlos más gestionables"
‘La cotorra del pirata’ es aquel personaje que se distingue del resto de lugartenientes por su capacidad de influencia sobre el líder, por musitarle al oído la realidad que modificada que debe ver, de condicionar sus opiniones, de modificar su criterio, de predisponer opiniones sobre los demás, de crear su entorno dejando entrar a quien sea y excluyendo o expulsando a quien le incomoda.
Crea y difunde falsedades, o medias verdades -que es peor- y conspira sin escrúpulos; eleva a quien quiere y hunde a quien detesta. Todo ello con la mayor de las amabilidades, con los consabidos abrazos -¡quién habrá inventado tan hipócrita saludo!- la mejor de las sonrisas y la peor hipocresía.
El auténtico líder, aquel verdaderamente comprometido con los objetivos de toda la organización y con su propio éxito, debe crear -si es capaz- un grupo de personas a su alrededor con conocimientos, experiencia, lealtad, sinceridad y criterio -si es que ha conseguido tenerlos-. Y dejarlos hablar y hacer, encajando la crítica y ponderando los halagos.
El presidente norteamericano John F. Kennedy buscaba la opinión personal de sus colaboradores más directos, al margen de correcciones políticas. Quería y buscaba criterios sinceros e impresiones personales formadas y alejadas, si era necesario, de la ‘verdad oficial’. Aquel equipo ayudó a construir un líder mítico, porque una buena elección del equipo más cercano es el primer paso para poder alcanzar altas responsabilidades políticas y profesionales en la empresa. Un entorno que deja ‘pasar la verdad’, que permita el contacto con la calle y con la propia organización, sin perturbaciones interesadas, es determinante.
John F. Kennedy buscaba la opinión de sus colaboradores al margen de la 'verdad oficial'"
Una ‘tribu’ de estas características, como las califica Manuel Campo Vidal, «puede ser prodigiosa o puede ser perversa. La tribu prodigiosa suma y acaba proyectando la carrera del directivo, mientras que la tribu perversa dinamita y limita la información exterior, ya por miedo a la competencia o, también, por la satisfacción de ejercer el poder en su escala al verse convertidos en llave de acceso a la persona que los contrató y a la que dicen defender sin reparar en el daño que pueden causarle».
Es tan generalizada la existencia de ‘tribus perversas’ que, tras leer estas líneas, seguro que han pasado por tus recuerdos o tus vivencias personales alguna cotorra a quien has sufrido o que, gracias a ella, has conseguido la prebenda perseguida. Recuerda, no obstante, cómo utilizaba sus ‘artes’ en tu favor o, por el contrario, cómo difundía desde su peculiar púlpito, lo que imaginaba o suponía que hacías, pensabas y con quién o quiénes, interpretaba tus intenciones y te acusaba sin criterio, proyectando sobre ti la peor imagen posible ante su pirata.
Y lo notas cuando es tarde, cuando en las pesadillas que perturban tus sueños oyes las olas rompiendo contra el casco y caminas por una estrecha tabla sobre un mar agitado e infestado de tiburones, escuchando a tu espalda la voz irritante, chillona y cansina del ‘Capitan Flint’ repitiendo una y otra vez ‘¡Doblones! ¡Doblones! ¡Doblones de a ocho!’ De ahí, quizás, venga mi ‘sin pareja aversión’ hacia esos personajes tan reales.
Alberto Astorga