El valor de los silencios | Alberto Astorga
El valor de los silencios
ALBERTO ASTORGA
Conversar es el ejercicio básico de la comunicación. En ese sencillo acto se produce un gran número de fenómenos en los individuos entre los que se desarrolla la conversación. Sin conciencia de ello, afloran experiencias pasadas, expectativas de resultado a obtener, su presente y su futuro, sus necesidades y motivaciones, los temores o efusiones de las consecuencias de una acción o suceso anterior, surgen emociones y muchas más variables que se encuadran, como un todo, en el contexto en que se produce el encuentro.
Normalmente, en una conversación se habla, se intercambia información. En la comunicación, el impacto de las palabras supone tan solo un 7% del mensaje, el 38% es el sonido, el tono y la inflexión de voz utilizada; el resto, nada más y nada menos que el 55% son los gestos, los movimientos del cuerpo y del rostro.
En una conversación, nadie quiere callar, pues callar se percibe siempre como un fracaso, como una sumisión y aceptación de los argumentos o de la actitud del otro. Por eso, normalmente, se está mucho más preocupado de lo que se quiere decir y argumentar que de lo que se nos dice. No nos interesa en exceso, pues muchas veces, lo que queremos es imponer un determinado criterio o que se oiga nuestra valoración u opinión. No estamos atentos, o se está poco, a lo que se escucha. Asumimos esa creencia de que ‘quien calla, otorga’ y a nadie le gusta ‘otorgar por otorgar’. Siguiendo a Aristóteles, ‘el nombre es dueño de sus silencios y esclavo de sus palabras’.
Media hora más tarde, Confucio se levantó sin que hubiesen pronunciado ninguna palabra y se despidieron con una nueva y silenciosa reverencia.
Durante el viaje de regreso, los discípulos, que habían presenciado el encuentro, le preguntaron: “Maestro, tantos años esperando y, al final, ¿no habéis sabido hacer nada mejor que estar sentados frente a frente sin decir nada?”. Confucio les respondió: “Ha sido la media hora más sublime de mi vida, cualquier palabra hubiese estado de más”.
Nos preocupa más lo que queremos decir que lo que se nos dice; no nos interesa demasiado, pues lo que queremos es imponer un determinado criterio o que se oiga nuestra opinión"
En nuestra cultura, que no en todas, nos han enseñado que la comunicación consiste básicamente en hablar. Pero nadie nunca nos ha hablado de la importancia de los silencios. Nos planteamos el significado de las palabras, de su tono o de los gestos que las acompañan, pero ¿nos hemos planteado alguna vez pensar lo que significa el silencio? El buen comunicador es, sin duda, aquel que es capaz de escuchar de forma activa para interpretar lo realidad cambiante. Y los argumentos del otro pueden cambiar esa realidad.
El silencio es un arma poco utilizada, pero muy valiosa en la conversación. Nos permite marcar su principio y su final y también ‘crear espacios’ durante el diálogo. Sirve para oír con atención, oír más y más atentamente lo que nos rodea; recoger información y asimilarla, pero, además, también permite ‘elaborar’ convenientemente aquella información que vamos a aportar y el canal comunicativo a utilizar para que llegue mejor y sea más eficaz a nuestro objetivo.
El silencio resulta 'agobiante' porque no se está acostumbrado a él. Culturalmente, estamos obligados a romper el silencio"
El silencio como arma puede ser ‘manipulador’ cuando no se facilita la información, sino que se oculta o modifica deliberadamente en un ejercicio de censura. Puede ser también ‘hostil’, cuando damos la callada por respuesta, haciendo realidad aquello de que ‘no hay mayor desprecio que no hacer aprecio’.
Hay un silencio ‘incómodo’. Se producen entre desconocidos, cuando existe un escalón de respeto entre los interlocutores o no existe suficiente confianza entre ellos. ¿De qué puedo hablar? ¿cómo responderá? ¿qué estará pensando cuando está tan callado? ¿he dicho algo inconveniente? ¿no lo he dicho todo? ¿sabe algo que no quiere decirme? ¿qué digo? El silencio resulta ‘agobiante’ porque no se está acostumbrado a él. Culturalmente, estamos obligados a romper el silencio.
Con un desconocido hay mucho de qué hablar porque el silencio molesta, desconcierta. Si ha habido una pregunta previa, este silencio ante cualquier respuesta, incomoda. Obliga a una dolorosa introspección que sacará a la luz pensamientos, vivencias o emociones que inconscientemente nos queremos ‘ocultar’.
El silencio del interlocutor te sumerge en pensamientos que nunca se han afrontado. Y la observación de esa situación aporta una información significativa. Es el silencio ‘del que sabe escuchar’. De aquel que deja que sea la propia persona quien se haga las preguntas, que busque dentro de sí mismo; que reflexione y haga presente respuestas a lo que nunca se había preguntado.
También esta el ‘silencio de la complicidad’. Cuando el sentimiento es de proximidad, de amistad, de amor o de mucha complicidad, la sola presencia hace que se produzca una comunicación eficaz aunque no haya palabras. El silencio habla por sí mismo. El silencio expresa. El silencio es elocuente. Al principio cuesta, pero una vez alcanzada la confianza, el silencio comunica por sí mismo. Se disfruta del silencio. Emociona.
En este sentido, José Luis Sampedro, en ‘La sonrisa etrusca’, describiendo la relación entre Bruno y Hortensia, escribía: «Y los silencios lo cantan todo, son la vida entera de cada uno resucitando, reconstruyéndose y requiriendo a la otra para completarse; son las existencias de ambos abrazándose en un trenzado de anhelos y esperanzas. Por eso tras de cada silencio fluyen las revelaciones».
Hay, sin embargo, ‘silencios activos’. Son silencios en los que faltan las palabras. No se habla, no porque se quiere comunicar con silencios, sino porque se quiere callar deliberada y expresamente aquello que se piensa. ¿Cuántas veces hemos callado y, sin embargo, los muchas respuestas quedan dentro y pendientes de aflorar?
Cuando se actúa así en las organizaciones, y se deja de percibir como extraño, se instala como rutina de comportamiento y comienza a formar parte de la cultura de ese equipo, entonces, según explica Fred Kofman, «las interacciones se vuelven desconfiadas y paranoicas». El daño a la comunicación, a la organización, a la convivencia y al compromiso está hecho.
Mientras que en las organizaciones el silencio no favorece las relaciones, sino que -al contrario- las daña, en las conversaciones individuales depende de la circunstancia en que se utilice, siendo en muchas ocasiones enriquecedor y sirve para consolidar relaciones.
Otros silencios quedan en la recámara, pues no intervienen expresamente en la comunicación interpersonal, aunque también comuniquen. Son, tanto el ‘silencio personal’ y voluntario, ese silencio con los que Jesús Quintero transmitía desde Radio Placentines y Radio América, cuando empezaban los noventa y que marcaron una época. También quedan pendiente los ‘silencios de abandono’, ‘los cómplices’, ‘los acusadores’, que se producen más por omisión que por acción y que son, ‘silencios de traición’.
De todos hablaremos. Hemos oído ‘demasiados silencios’.
Alberto Astorga